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Ayotzinapa


BAJO FUEGO

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 José Antonio Rivera Rosales

   Creadas en 1922 durante el mandato del general Álvaro Obregón como parte de un proyecto más amplio de educación popular, las escuelas normales regionales en todo el país, que después serían llamadas normales rurales, pronto se convirtieron en un paradigma educativo de los gobiernos emanados de la Revolución Mexicana.
   El proyecto de las normales rurales, inspiradas en el modelo propuesto por el general Francisco Mújica de escuelas laicas y mixtas, pero vistas con recelo por la jerarquía eclesiástica, recibió un apoyo contundente de los gobiernos de Plutarco Elías Calles y del general Lázaro Cárdenas.
   De hecho, entre 1922 y 1945, las normales rurales recibieron el apoyo irrestricto de los gobiernos postrevolucionarios que las definían como un proceso civilizatorio en el precario México de entonces.
   Promovidas por Moisés Sáenz y Rafael Ramírez durante el gobierno de Obregón, en su origen las escuelas normales fueron concebidas como un modelo de integración política, social y cultural a partir de la idea, imperante en las teoría pedagógicas de esos tiempos, de que las escuelas tenían que contribuir a un proceso de reconstrucción nacional con el objetivo central del bienestar colectivo y la democracia. De hecho, esos fueron los principios que invocó Lauro Aguirre cuando fundó la Escuela Nacional de Maestros en la ciudad de México, en 1924.
   En el proyecto, estas escuelas normales instauraban un concepto innovador en la misión educativa que consistía en formar a los futuros maestros en la educación laica y mixta, en la autodisciplina más que en la obediencia a una autoridad, en el sentido de responsabilidad con libertad, así como en un modelo de convivencia como en una familia.
   Según el imperativo dominante entonces, el gobierno pretendía transformar la vida de los campesinos a través de la expansión de las escuelas rurales en México, teniendo al maestro como líder de la transformación social y cultural de las comunidades.
   Así, entre 1922 y 1927 el gobierno creó 13 normales regionales en distintos estados del país para impulsar su modelo educativo popular socialista y llevar de este modo el alfabeto a los amplios sectores rurales que carecían del servicio educativo.
   En este contexto histórico, el 2 de marzo de 1926 el gobierno de Calles autorizó la apertura de la Escuela Normal Rural de Tixtla, Guerrero, bajo la dirección del profesor Rodolfo A. Bonilla, un maestro más bien conservador que, sin embargo, impulsó un modelo de educación con plena libertad y responsabilidad entre los alumnos de la naciente escuela.
   En 1927 la legislación federal estableció que las normales rurales contarían con internado y que, además, los alumnos contarían con becas.
   Para 1928, Moisés Sáenz declaraba que el proyecto de las escuelas normales era un acierto y que, de las 13 que existían, 10 funcionaban satisfactoriamente, entre ellas la de Guerrero.
   En 1932, con Narciso Bassols como secretario de Educación, se promovió la fusión de las escuelas regionales campesinas con las normales rurales, dando así forma final a las normales rurales tal como las conocemos actualmente, con un mecanismo de aprendizaje mixto que combina la formación académica con la enseñanza de técnicas agrícolas, en el modelo de vida en internado o albergue.
   Como se dijo anteriormente, entre 1922 y 1945 las normales rurales recibieron un respaldo sólido de los gobiernos emanados de la revolución, lo que permitió construir un amplio programa de educación popular en todo el país, traducido como una oferta de educación para comunidades pobres.
   A partir de 1950, este formato de educación comenzó a ser visto con sospecha por los gobiernos surgidos del partido oficial, que para entonces había consolidado su clientelismo electoral de masas iniciado durante el período de Calles.
   En 1969, el modelo hizo crisis cuando el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz se percató de que las normales rurales habían tenido una participación destacada en el Movimiento del 68 que, como sabemos, fue aplastado por la represión y la fuerza militar.
   Entonces, Díaz Ordaz desapareció a más de la mitad de las normales rurales en el país. Desde  entonces, las escuelas sobrevivientes han venido sufriendo los embates de gobiernos cada vez más cargados a la derecha, que las han visto como una amenaza o, en el peor de los casos, como un semillero de guerrilleros.
   Esto último en particular por la experiencia de Ayotzinapa, de donde emergieron maestros rurales que, como Lucio Cabañas y Genaro Vázquez, después se lanzaron a la lucha armada en contra del sistema político autoritario, lo que produciría un episodio de violencia política durante toda la década de los setenta. También fueron maestros rurales varios de quienes en 1965 lanzaron al ataque al cuartel Madera, en Chihuahua.
   Empero, el gobierno federal se negó a entender que la explosión de guerrillas ocurrida en la década de los setenta se debió precisamente a la represión del 2 de octubre del 68, al unipartidismo así como a la carencia de libertades, síntomas que se habían comenzado a manifestar desde fines de los cincuenta con la protesta de los ferrocarrileros y de otros sectores sociales.

***

   Todo esto viene a mención porque después del 12 de diciembre último en que dos normalistas fueron abatidos a tiros en la Autopista del Sol, muchas voces se han alzado para condenar a los jóvenes rebeldes de Ayotzinapa así como pedir la desaparición de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos.
   De vándalos, delincuentes y hasta terroristas -Ramón Almonte, ¿recuerdan?-  no los han bajado.
   Y en parte muchos de sus detractores tienen razón. Sin embargo, si analizamos la evolución histórica que han tenido las normales rurales, siempre acechadas por los gobiernos en turno por lo menos desde 1960, lo que las ha convertido en entidades combativas, entonces habrá que entender que la burra no era arisca…
   El choque entre normalistas y efectivos policiacos de diferentes corporaciones ocurrido al mediodía del 12 de diciembre tiene algunas lecturas que todavía falta por discernir.
   En principio, la lectura política. Como en el caso del conflicto con los maestros -que estalló por negligencia y omisión de las autoridades educativas, lo que finalmente terminó en un acto de represión moderada en la Costera Miguel Alemán-, el choque entre normalistas y policías pudo ser evitado.
   En el caso de los maestros, el paro de labores creciente se originó en un fenómeno verídico de inseguridad causado por la delincuencia organizada. Los maestros comenzaron a quejarse y, al no ser escuchados, aumentaron el volumen de su molestia originada en el miedo.
   El extremo lo protagonizó un jefe policiaco de Acapulco que acusó a los mentores de querer extender sus vacaciones. Después, el exsecretario de Seguridad Ramón Almonte Borja declara a los medios que, como consecuencia de sus investigaciones, no existía ninguna amenaza a la integridad de los maestros, uno de los gremios mejor organizados en todo el país.
   Resulta obvio que Almonte Borja siempre estuvo desinformado o tiene limitaciones de raciocinio -lo que se infiere de su consulta reciente a través de las redes sociales para decidir si se postula como alcalde de Acapulco-. ¡Puaff!
   En todo caso, un grave problema de inseguridad que surgió en colonias de la periferia de Acapulco se convirtió de buenas a primeras en un grave conflicto político con el gobierno de Ángel Aguirre Rivero, situación en la que tuvo que mediar personalmente el mandatario para atender y contener la protesta magisterial.
   Desde el principio fue la secretaria de Educación, Silvia Romero, quien desestimó la protesta de los maestros, quien se negó a dialogar con ellos y quien, finalmente, se hizo de lado cuando la crisis había desbordado.
   Ahora, con los normalistas de Ayotzinapa sucedió igual: la secretaria de Educación toma a menos la rebeldía creciente de los estudiantes, los evade, los desatiende y, cuando el conflicto toca fondo, simplemente se hace de lado.
   Otra vez, es Silvia Romero quien causó por omisión el grave conflicto. Por ello, debiera renunciar si tuviera un poquito de vergüenza.
   La segunda instancia que debió encargarse de la mediación con los normalistas era el responsable de la política interna, es decir, Humberto Salgado Gómez, quien cumplió a medias con su encargo dado que por interpósita persona -el director de Gobernación, Moisés Alcaraz- se mantuvo atento a la protesta de los estudiantes. Pero aquí se debió agotar el diálogo y sólo entonces proceder al desalojo de la carretera con la fuerza pública.
   Que el gobernador Aguirre fue quien ordenó el desalojo de los estudiantes, resulta obvio. Pero jamás ordenó que los dispersaran a balazos. Tendría que estar desequilibrado, tanto él como sus subordinados, para dar una orden de esa naturaleza.
   Conociendo la vocación pacifista de Ángel Aguirre, Humberto Salgado y Alberto López Rosas, es claro que nunca nadie ordenó disparar en contra de los normalistas. Aquí existió algo extraño.
   En todo caso falló la atención sectorizada, falló la mediación y falló la seguridad.  ¿Qué fue lo que pasó?
  

  
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