La guerra aquí comenzó hacia 2010, cuando la iniciativa anti-narco del aún presidente Calderón comenzó a dar sus frutos y los capos de grupos como los Beltrán Leyva (que hasta entonces controlaban la plaza) empezaron a caer, muertos o presos. La consecuencia fue el inicio de una serie de feroces guerras entre los restos de las bandas decapitadas por hacerse con los territorios desprotegidos, o por vengar las traiciones que habían llevado a las caídas, o por aprovechar la debilidad de los cárteles tocados. A esto se sumó la reconversión en cártel de Los Zetas, que habían empezado como un grupo de especialistas en ultraviolencia militar de alquiler. Y el resultado fue una explosión de violencia en México, centrada en algun ciudades. Entre ellas, Acapulco.
En unos meses de 2010 las ejecuciones extrajudiciales pasaron de una decena a sobrepasar el centenar. Primero cayeron los policías tiroteados, enterrados vivos, degollados, en tan grandes números que las fuerzas del orden desaparecieron casi de las calles. Luego cayeron mozalbetes, adolescentes a los que las bandas daban una moto, una pistola y un móvil y pagaban 1000 pesos diarios por servir de soldados de a pie, y que murieron como moscas. Colectivos como los taxistas, de los que se sospecha que muchos trabajan para el narco como informantes, fueron (y siguen siendo) asesinados a diario.
Hubo verdaderas salvajadas, como la abuela que intentó proteger a sus dos nietos de los más de 500 disparos de kalashnikov (cuerno de chivo) que realizaron desconocidos en su casa. Hubo asesinatos sonados, como el del subdirector de la policía vial en plena calle, en pleno día. Hubo ataques a comisarías, ametrallamientos, lanzamientos de granadas. Hubo días infames, con decenas de muertos. El público se horrorizó, el gobierno decidió actuar, el ejército y la marina se movilizaron. Y se lanzó la Oparación Guerrero Seguro. Nuevas fuerzas policiales (federales, ministeriales, municipales de varios tipos; en México abundan las policías) inundaron la ciudad. Pelotones de soldados en uniforme de camuflaje se desplazan por las carreteras. Áreas como Acapulco Diamante y Acapulco Oro, donde están los hoteles para el turismo extranjero, son ahora remansos de tranquilidad. La situación está mucho más controlada.
Pero cada mañana aparecen cerca de la ciudad dos, cuatro o seis nuevos cadáveres ejecutados, muchas veces con signos de tortura, muchas veces sin filiación. Un día una familia completa es ametrallada; otro día aparecen dos cadáveres rociados de ácido en el maletero de un coche, algún taxista muerto en un campo, siempre muertos en las cunetas con un tiro en la nuca. De cuando en cuando un coche policial todavía es ametrallado, y algún agente muere. Todos los días cae gente, desde guardias de seguridad a gruístas (perseguidos incluso para rematarlos tras los primeros disparos). Todos los días hay tiroteos, cuando dos grupos de hombres armados se encuentran por la calle y se disparan entre ellos, a veces hasta dejar un montón de muertos, a veces simplemente para asustar. Fuera de la ciudad se escuchan por la noche disparos ocasionales. La guerra, a menor ritmo, con menos escándalo, continúa. Los restos de los cárteles no han acabado de decidir de quién es esta plaza. Y luego están los otros crímenes, inevitables en una zona de violencia: el abogado al que matan por resistirse a que le roben el coche, el asesinado con una navaja en la mano, el cadáver descompuesto asesinado en su casa, la funcionaria a la que un individuo descerraja dos tiros en su oficina municipal. Crímenes del narco, o quizá venganzas personales, robos con exceso de fuerza; calentones momentáneos que son mortales cuando hay un arma en la mano. Lo normal en una zona de guerra.
Y por eso algunos de los enormes hoteles de Acapulco Oro muestran cierto deterioro, y hay huecos entre los Zaras y los McDonalds en las cercanías del campo de golf. Por eso en la zona de Acapulco Tradicional que atrajo a la Jet Set de los 50 no hay más turistas que los nacionales y apenas se ven extranjeros en toda la ciudad. Por eso la gigantesca terminal que antaño recibiera a los enormes cruceros vacacionales yanquis ahora carga coches Volkswagen en grandes buques portacoches con destino a la exportación. Nadie sale de la ciudad de noche, si puede evitarlo, y la legendaria vida nocturna de Acapulco se ha resentido, aunque el centro esté superprotegido.
Quizá lo más llamativo de todo es que en la ciudad en guerra la gente sigue viviendo. ¿Qué remedio les queda? Compran, van al colegio, visitan familiares; toman taxis (los viejos Vochos, los escarabajos Volkswagen de fabricación nacional son populares) o autobuses (versiones de los de transporte escolar estadounidenses, redecorados al gusto local). La gente va a restaurantes, se hace con refrescos en las tiendas de conveniencia Oxxo, va a la playa a esquivar vendedores ambulantes de tamarindo y camarón seco. En mitad de la guerra la vida sigue, tiene que seguir. La gente no habla de lo que pasa; abundan las historias terroríficas de lo que te puede pasar si dices lo que no debes delante de quien no debes. Nadie está seguro, porque nadie sabe quiénes son los bandos en conflicto, quién es un informante, quién puede tal vez hablar de más. Así que el silencio se mantiene y la guerra sigue; una guerra sin coches bomba ni IEDs, sin artillería ni ataques aéreos, pero no por ello menos mortal. Una guerra sin explosiones, pero que continúa cada día. Y en ella la ciudad, y su gente, siguen adelante. ¿Qué otra cosa podrían hacer?
Por Pepe Cervera/Especial
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