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PRESENTARON EL POEMARIO DE DANIEL BARUC "LA MUSICA Y EL VÉRTIGO" EN ACAPULCO

Este fin de semana se presentó en Acapulco el poemario La música y el vértigo, del P. Daniel Baruc, una de las mejores obras poéticas de la era moderna, en América Latina, y premiada en República Dominicana, como Letras de Ultamar, ya que el poeta vive desde hace años en Acapulco, que se ha convertido en su segunda patria, donde ha tenido una prolífica época de creatividad literaria.
presentamos el siguiente texto que habla del poemario preentado:
 
EL ARTE DE PONER NOMBRE A LAS COSAS

por Carlos Santibáñez Andonegui (Notas) el domingo, 9 de junio de 2013 a la(s) 21:18
 
Daniel Baruc Espinal Rivera, La música y el vértigo, Premio de Poesía Letras de Ultramar 2012, imagen de portada: “Caracol deslizándose hacia la nada”, Mayobanex Vargas, Editora Nacional, Santo Domingo, República Dominicana 2013, Reseña de Carlos Santibáñez Andonegui, leída el 7 de junio de 2013 en Acapulco, Gro.





La poesía es también el arte de poner nombre a las cosas. Poetizar es ir en busca del signo, la señal. “Al ir aprendo dónde he de ir”, escribe Roethke. Hay un viaje que se hace en todo poema. Un paso del alma. En este viaje se va por el misterio de lo que no ha sido expresado todavía en términos racionales; es lo inefable pero ya presentido en la Teoría del Vidente.



En el curso del viaje, el que pasa ha visto algo. Es poeta el que nombra ese algo que intenta definir y lo consigue con mayor o menor precisión, y que es albricia, quizá, del devenir que espera más allá de esta vida. Se sabe o se repite que, según parece, esto opera por electricidad. El que define sabe que lo indefinido entra como elemento de la poesía y es música. Para decirlo con Daniel Baruc, es música y vértigo. 



Lo nombrado es apenas una parte de lo entrevisto. Cuando encierra el enigma de algo querido, a veces lo nombrado duele más. Este rasgo terrible que padece tan solo la poesía, lo ha sentido el poeta que nos ocupa cuando pregunta: “¿Cómo decir tu nombre sin que duela?”



Por eso el que nombra es valiente, mas no por ello deja de ser alcanzado por el vértigo. Al contrario, el vértigo lo ansía más que a cualquiera, de otro modo jamás iniciaría un poema con la expresión: “Tan náufrago soy”… Poeta es el que trae el corazón al desnudo y trata de entenderlo, aunque para ello deba, con Baruc, “naufragar en las íntimas presencias de las cosas que aún no tienen nombre”.



Nadie es poeta antes de recorrer la noche oscura del alma hasta que se derrumba como una casa en ruinas. No es la intuición quien se lo marca, es el vértigo. Sólo él y nadie más dará música a un cuerpo, y cuerpo a la música. Cito: “La música del cuerpo está en las manos”. Hay un umbral, más allá del cual se entrevé algo inasible donde el ser ejerce su “frágil oficiar de arena mojada”.



Conocedor de “Dios con sus relámpagos”, poeta es aquel que se atreve a vivir su día a día, sin olvidar que “la tarde es el umbral de las incertidumbres”. Que acomete la historia, el codiciado afán argumentístico, ahí donde no lo hay, en el arte de “la arquitectura luminosa del placer”, y eso lo diferencia del ensayo o relato. Su tarea es algo que se hace en plenilunio. En esa luna llena de ti, de mí, de nosotros, “donde la muerte esconde sus vestidos de geisha”:



En el imperio de lo natural busca asirse al paisaje: “Confirmo la blanca insurrección del día”.  Habida cuenta de que Eros y Tánatos se funden en continuos vasos comunicantes, para quien ama de este modo a la vida, la muerte representa un paso más en el misterio de la luz a despejar. Si con Octavio Paz aprendimos que en un mundo de hechos, la muerte es un hecho más, con el Padre Baruc corremos a tocar aquella “espuma fundacional”, que nos repite con la poesía de creer, cree, “créele a la vida”, y a la buena noticia de advertir: “Sólo sé que a la hora de la muerte el corazón se llena de múltiples rumores”.



El corazón que ha debido jalar el hilo lúdico, hace brotar el mundo dentro de él mismo. Sólo se necesitan cuatro paredes, su confianza es tal que no necesita nada más. Le bastan esas cuatro paredes donde se escucha el martilleo de un latido hasta el final y que, ante todo y sobre todo, es Figura, es figura también de esas cuatro paredes en que la física cuántica hace concebir una esperanza, cuatro mundiales paredes como puntos cardinales de lo real que en otra parte del poemario la voz del poeta reconoce como un viejo terreno que han venido infectando los insectos. Y en ese mientras infinitesimal, en ese suspenso que compartimos los que vivimos, nos sujeta al dominio de lo lúdico en que nos desenvolvemos y nos invita a recurrir, con el poeta hasta a la “transparencia sorda de la palabra estanque…” y así es como el poemario abre sus puertas a ese otro mundo de la literatura en el que lo nombrado oficia bajo otra luz, la deleitosa luz de la ficción. Es así como al ceñirse a la prosa, al elegir este vehículo no exento de ritmo pero sí de rotunda sonoridad o forma reconocible en verso que es la poesía, Baruc nos hace habitar por momentos certeros, luminosos, el formidable rol de la ficción, la quintaesencia del cuento: “Sobre la luz de la aurora crece un paciente bosque de lánguidas bromelias, donde el perfume del ártico acorrala entre sus flores malvas las estancias celosas y claras del estío, quien apacienta paisajes de noche por el nervioso rumbo de los ojos”.

Esta ficción se acota; no es fiesta derramada de luz que acabe con el cuadro, sino que debe asumirse a la manera de un elemento más en su factura, es utilizada por el texto, mas ella no lo usa a él, por eso, retomada en sus términos, sirve de base al planteamiento del ser en cuanto ser:

“El reino de la luz también tiene terribles e íntimos paisajes, paralelos al rango luctuoso del olvido, y allí Dios pinta desgarrados óleos y sostiene entre sus manos grandes la mutilada oreja de Van Gogh”.

Y delicadamente se detiene en lo erótico:

“Si el mar trae a la costa los cansados pedazos de tu noche… es porque el día ha empezado a nacer alrededor de la desterrada fruta de tu cuerpo y sólo espera el viento claro del rubor para madurar de golpe sus racimos”. Lo erótico es flecha que da exactamente en el blanco: “Todo comienza aquí; en el festín de tus firmes y rabiosas carnes”. Mas permanece el reclamo, un no a la futura muerte, al temor de desaparecer de esta vida: “Pero me niego, dice el poeta, me niego a empaparme de esa lluvia azul que es el olvido”.

Llegando a este punto se comprende que Baruc es dueño de un estilo propio. Algo hay en él de búsqueda incesante pero correspondida. Algo, a lo “Juan Ramón”, un movimiento envolvente que se adueña de todo, mas si en aquél era canto a un noble acompañante no humano todavía, aquí es canto a la mujer que se resuelve en musa, y a la muerte que se encarna en mujer. “Como todas las lumbres donde el ojo desnuda su nido de cristales… yo… espero en el rellano de mar de tu cintura, el golpe de la furia ancestral del amor y el tumulto de ángeles azules que lo pueblan”.





En la segunda parte del libro, Adagio Molto, se reafirma su estilo. Como se sabe, estilo es la repetición de la forma. El de Baruc es fácil de entender y difícil de imitar. Procede por derivación. Parte de lo sencillo, desmenuza las notas constitutivas del paradigma, y acumula hasta llegar al sintagma: logra el todo compacto que culmina en una situación consolidada.

Teje, porque todo esto es tejer, como una tela de araña en que el significado urde una tela fina, topacio tapizado de joyas que cabe destacar en lexías, como “tus ojos, calmos océanos donde el sol siembra el resplandor”. En la tercera parte, Morbidezza, lanza un mentís a la soledad: “Pregúntale a ese ojo que atisba en los espejos: pregúntale si alguna vez el hombre ha estado solo, perfecta y matemáticamente solo, con todo lo que es y todo lo que teme…”



Hay un caudal de transparencias, un murmullo de Dios en la poesía de Baruc, y “todo lo que somos, lo que en esencia amamos no se pierde… se convierte en aroma, en suave música y en íntima plegaria”. Para ligarlo todo, el antes, el después, el pasado, el presente, concluiremos, con Baruc, que en este involucrar la realidad en su juego de juegos, “la luz es la semilla del árbol de la muerte, que coquetea con el ser mientras lo sueña, y que termina siempre iluminándolo”. Y cual respiro breve, ansioso, legendario, para el final guardemos su pregunta. “¿Quién podrá abrir las puertas y ventanas de esta casa de azulejos que soy…?”



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