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Hilda Flores Solís, continuar la utopía




   Octavio Augusto Navarrete Gorjón
   Murió la profesora Hilda Flores Solís, destacada luchadora social atoyaquense, ex presa política recluida en el Campo Militar Número Uno y compañera de lucha del profesor y comandante guerrillero Lucio Cabañas Barrientos.  Su deceso se produce a cuarenta años de aquellos que cimbraron al sistema político mexicano y que lo obligaron a abrir, cuatro años después de la muerte de Cabañas, los cauces legales que ahora disfrutamos.
   La maestra Hilda fue un ejemplo de congruencia y tenacidad.  Siempre luchó por las mejores causas del pueblo mexicano.  Era hija de un líder obrero de la fábrica de hilados y tejidos de El Ticuí (Manuel Flores Reynada) y de Elizabeth Solís, otra luchadora social, igual que su esposo.  Fue compañera de Lucio Cabañas en la escuela Modesto Alarcón y desde ahí participaron en solidaridad con los maestros y padres de familia de la Juan Álvarez, escuela primaria donde la profesora Julia Paco quería imponer una serie de medidas inviables para el alumnado y los padres de familia de aquellos tiempos.  Con el profesor compartían muchas cosas más, la madre de la maestra cosía los pantalones y camisas de Lucio, que casi nunca estrenaba porque en cuanto tenía ropa nueva la obsequiaba a algún comisario que le decía que iba a ser trámites a Chilpancingo o Acapulco. 
    En la casa de la maestra Hilda Flores se refugió Lucio el 18 de mayo de 1967, cuando la represión contra el movimiento dio pie a una conspiración para asesinarlo.  Pasó la tarde en una hamaca, al otro día tomó café y tamales nejos y por la tarde salió para internarse en la sierra a formar el Partido de los Pobres y su Brigada Campesina de Ajusticiamiento.  Dejaba la docencia y asumía  la lucha guerrillera como la única opción en un estado y un país donde el gobierno cerraba los caminos de la legalidad.  Al despedirse de las dos mujeres (Hilda e Elizabeth) el profesor les dijo que se cuidaran y que él sólo tenía dos opciones: “vencer o morir en el intento”. 
   La Dirección de Investigaciones Políticas de la Secretaría de Gobernación siguió pormenorizadamente a Lucio Cabañas.  En un reporte del 19 de mayo se lee: “el objetivo pasó todo el día en la casa de la maestra Hilda Flores Reynada (error, los agentes le atribuían el segundo apellido de su padre. O.N.).  Por la tarde salió rumbo al oriente acompañado de dos jóvenes que iban armados (Octaviano Santiago Dionicio y muy probablemente David Cabañas Barrientos. O.N).  Continúa la agitación en la región”.
   A pesar de que el gobierno siempre supo que la maestra era compañera en la lucha legal de Cabañas, actuó contra ella como si se tratara de una guerrillera.  Dos años después de la matanza de Atoyac fue detenida y trasladada al Campo Militar Número Uno, donde sufrió torturas estando embarazada de su hijo David.  El niño nació con problemas mentales que a sus cuarenta y dos años todavía padece.  Después de estar recluida seis meses en la instalación militar, la maestra fue dejada en libertad.  No terminarían allí sus penurias; el pequeño David tuvo un accidente al manipular una olla de agua hirviendo que se vació sobre su cuerpo.  Fue un correr de un hospital a otro y un gastar sin límite el dinero que nunca había tenido.  Siempre fue una figura histórica de la izquierda pero nadie le ayudaba; en una ocasión, siendo senadora, doña Leticia Burgos pasó por Atoyac y constató las tristes condiciones en que vivía la maestra, en una casa desvencijada y con el problema cotidiano de su pequeño David.  La cereza en el pastel fue el asilo que concedió en su hogar a otra anciana también afectada de sus facultades mentales.  “No ayuda el que puede, ayuda el que quiere”, decía, mientras asumía su propia manutención, la de David y la de la señora asilada.  La senadora Burgos Ochoa le dijo aquella ocasión que le ayudaría con material para darle mantenimiento a su casa.  Nunca volvió.
   Siete años después de aquella huida, el 2 de diciembre de 1974 Hilda Flores cocinaba en su casa cuando una inexplicable racha de viento batió con fuerza la ventana.  Estaba con una amiga, le sonrió y dijo: “Es Lucio, vino a despedirse y a decirme que cumplió, murió combatiendo”.  En efecto, unos minutos después llegó un carro con militares que le solicitaron acudiera a la sede del 27 batallón de infantería de Atoyac a identificar el cadáver del profesor.  Fue innecesario, ni siquiera entró a verlo, ya estaba plenamente identificado por el síndico municipal,  por la profesora Genarita Resendiz y por el doctor Silvestre Hernández Fierro, presidente de Atoyac. 
  La profesora se hizo cargo de otorgar una tumba para el maestro y la mantuvo limpia todos esos años; después concedió el permiso para que otro difunto (de apellido Gallardo) se hospedara sobre la tumba del maestro rural.  La vida le dio tiempo para ver su exhumación y su inhumación en un obelisco en pleno centro de Atoyac.  Cuando usted lea estas líneas, en ese mismo lugar se estará llevando a cabo un homenaje de cuerpo presente a la memoria de una guerrerense que dejó huella en la historia de la región.  Hilda Flores Solís lleva sus pasos de siempre, camina firme hacia la luz y la utopía, al encuentro con una pléyade de luminarias guerrerenses que son ahora ejemplo para el mundo.  Frente a esos gigantes, son pequeñas miserias la ingratitud y el olvido; la maestra pasó los últimos tres años de su vida en una casa hogar del ayuntamiento atoyaquense, cuidada por una señora (Estela Castro, me parece que se llama) que no escatimó atenciones y que estaba consciente de la estatura moral de la ancianita que cuidaba.
   Con Hilda Flores Solís se va un ser humano excepcional y uno de los momentos  más épicos del  pueblo guerrerense; perteneció a esa generación audaz que quiso tomar el cielo por asalto; la generación del arrojo y la solidaridad, la que sabía compartir casa, tumbas y destino.    

  trasfondoinf@hotmail.com

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